martes, 14 de diciembre de 2010

Cuento sin sentido

-'Y el poema que nunca se acaba no es, tampoco, un poema circular'-, dijo rotundo, poniendo así fin a tan brillante conferencia. El público aplaudió con cierta solemnidad. El animal ruido de golpear las palmas de las manos para expresar jubilo o asentimiento parecía transformase en un acto de elevada reflexión metafísica, tras los muros de aquel respetable centro del saber. Recogió con cuidado las cuartillas del discurso manuscrito y abandonó el estrado con cierta prisa. Temía y a la vez despreciaba a esos preguntones cobardes, de último momento, que no osan nunca alzar su mano y dirigir sus interpelaciones en público y que esperan, agazapados en el pasillo, para entablar conversación con el conferenciante. Así que aligeró su paso, alzando la mano en saludos sin destinatario, y se encerró rápidamente en su despacho. Oculto de las miradas, cerró los ojos y se repitió mentalmente las ultimas palabras de su brillante presentación: 'Y el poema que nunca se acaba no es tampoco un poema circular'.

Unos nudillos golpearon la puerta del despacho. Preguntó 'quien es'. Respondió una voz de mujer joven. Por cortesía la dejo pasar. No reconoció el rostro, ni las delgadas piernas, no reconoció nada de nada. Y ella dijo: 'Tomás, esa frase, tú ultima frase en la conferencia de hoy, es brillante'; el sonrió, sonrió por el comentario y sonrió porque no se llamaba Tomás. Aquella joven no sabía ni su nombre, o tal vez le confundía con otro, o se había equivocado de puerta, o de pasillo, o de Facultad, o puede que incluso de ciudad. 'Perdone señorita, yo no me llamo Tomas…'. No puedo acabar la frase; ella le interrumpió resuelta: 'Si, pero esa ultima frase….el poema circular…'-. El se sentía molesto; quería estar solo; aquella desconocida le inquietaba.'Yo-insistió- no me llamo Tomas. Me llamo Federico, Federico Rojas Álvarez, y soy poeta y director del departamento de semiótica….' Pero ella le volvió a interrumpir, aludiendo de nuevo a la frase final, al broche glorioso de las palabras pronunciadas en público apenas un rato antes. 'Mi pregunta a usted es la siguiente: el poema sin fin, si no es circular, ¿Qué es?'. –'la respuesta a esa pregunta- acertó él a responder- hay que buscarla, me temo en otra parte…consulte Internet, lea revistas, diviértase, usted no tiene edad de preguntarse a si misma, ni tampoco de preguntarme a mi, este tipo de cuestiones'. Ella azorada abandono el despacho, sin despedirse.

Y él, de pronto se apercibió de toda la farsa escondida bajo su piel. Lloró amargamente unos treinta minutos y al fin escribió el único poema sincero de toda su vida. Se llamaba 'Poema circular'.



(Foto: Luis Echanove)

Silencio

-Eres un cara dura- dijo ella con desgana, casi escupiendo sus palabras. Él no contestó, tampoco su rostro hizo ningún gesto de replica. Solo la miró, con ojos algo bajos, pero todavía penetrantes. Él la siguió observando un buen rato, esperando alguna reacción por su parte. Pero ella también guardaba silencio. Era un silencio vacío. Todos los silencios lo son, por supuesto, pero algunos lo son más que otros. Hay ciertos silencios intensos, incluso dramáticos; a veces resultan patéticos o vergonzantes. Pero el silencio que esta vez mediaba entre ellos no respondía a ninguna de estas características. Era solo silencio sin paliativos. Ella hubiera querido romper ese espacio sin palabras y decir cualquier cosa, pero, algo en su fuero interno la retenía. Al fin y al cabo, era ella quien había lanzado el desafío con sus palabras duras. Le tocaba ahora a él expresar su visión sobre el asunto. En cuanto a él, se sentía también algo incomodo con ese estar callados, pero, de algún modo, temía ahondar en el problema si abría la boca. Así pues, continuaron mirándose, ya sin ninguna jactancia, sin ningún interés incluso, como se miran a los pasajeros de un vagón de metro que pasa. La situación no iba a ninguna parte así, los dos lo sabían. Pero, de algún modo, comenzaban a sentirse cómodos con la quietud sin voces y ese mirarse. Se prolongaba aquel esperar congelado, sin que ninguno de los dos mostrase voluntad de romper el hechizo del mutismo. El tiempo, dicen, no se detiene nunca, aunque todo lo demás permanezca quieto. Salir de ese letargo silencioso era ya difícil, cuando no imposible. Al cabo de los días, comenzaron, simplemente, a olvidar las palabras. Y así siguen, hasta hoy, después de quien sabe cuantos años, mirándose sin mirarse, uno frente al otro, sin cruzar ni una frase.

(Foto: Ignacio Huerga)

Culpable

Se sentía culpable por escribir demasiado rápido en su blog. A veces pulsaba las casillas del teclado como un asesino apretaría el gatillo de su repetidora ante una aglomeración de potenciales víctimas, otras como un pianista virtuoso interpretando a Mozart. La única premisa, a la hora de escribir, era no pensar en lo que hacía, y dejar a sus dedos jugar con las letras trazadas en bajo relieve sobre cada tecla. Lo de menos era el tema, el asunto, el motivo sobre el que escribir. El estilo tampoco importaba tanto. Mientras no dejase de escribir, estaría vivo, vivo y dispuesto a proyectarse al mundo a través de sus mensajes. Y escribió, y escribió, y escribió, escribió hasta agotarse, hasta limar sus uñas con el roce, hasta hacer sangrar sus dedos, hasta causarse codo de tenista y lumbago agudo en la espalda. Comía poco, tal vez unos panchitos o una manzana, y manchaba el teclado con su comida. Bebía poco también, coca cola más que todo. Dormía reclinado a ratos sobre el gran sillón de orejas. Siempre delante de la pantalla, siempre escribiendo, sin detenerse. Porque sabía que, si se detenía, la sensación de culpabilidad por perder su tiempo escribiendo desaparecería, y, sin culpabilidad, tal vez no hay vida.
(Foto: Luis Echanove)

sábado, 11 de diciembre de 2010

Divagaciones insulares

Bienvenido al fin del mundo

Si piensas que nunca has estado en las islas Tokelau, te equivocas. Ahora mismo, mientras lees Chota Chunga, la pantalla de tu ordenador forma parte, al menos metafóricamente, del ámbito político extraterritorial de ese país. Me explico: La página Web de este blog (Juanechanove.tk) está registrada en el dominio de Internet de Tokelau (tk.). Claro está que basar la identidad estatal en algo tan fluido como el plasma de la pantalla de una computadora no deja de ser un poco forzado, pero al menos me da pié para hablar de ese paisillo perdido en medio del Océano Pacífico.

Honestamente, ni siquiera tengo muy claro si Tokelau es un Estado independiente. Lo chocante es que tampoco Naciones Unidas lo sabe. Australia concedió la independencia al atolón hace unos años. Por algún error burocrático, la ONU olvidó retirarlo de la lista oficial de territorios pendientes de descolonización, de modo que, para el resto del mundo (o al menos para el escaso resto del mundo que tiene alguna noción de la existencia de Tokelau), estas pequeñas islas tropicales de escasos mil habitantes siguen bajo control de Camberra.

Pese a su nimio tamaño y dudosa entidad como nación, Tokelau mantiene, orgullosamente, un litigio fronterizo con los Estados Unidos de América. Una insignificante islita del archipiélago, llamada Swains, está legalmente, bajo control norteamericano. Tokelau reclama con tesón Swains, en base a motivaciones geográficas. Las razones históricas que explican el dominio de la Gran Nación América sobre la pequeña isla del Pacífico no dejan de ser pintorescas. Hace más de siglo y medio cierto aventurero yanqui, llamado Jennings, se instaló con un grupo de colegas y algunas chicas en el islote, por entonces deshabitado. Durante siete décadas el grupo de amigotes vivió de por libre en la isla, en régimen de completa independencia respecto al resto del mundo, sin practicar ninguna forma de comercio que no fuera el carnal. Primero Jennings, y después sus descendientes, gobernaban la comunidad como auténticos reyes locales, aunque el régimen político de la isla podría más bien definirse como de Orgía Parlamentaria. Si no fuera porque Jorge Luis Stevenson visitó la isla por aquellos años y dio cuenta de tan inusual situación, probablemente esta curiosa historia jamás habría salido a la luz. Finalmente un capitán de fragata de la marina estadounidense, casualmente de paso por aquellas aguas, decidió convencer al rey Jennings de turno para acatasen la soberanía norteamericana. Hoy por hoy en Swains residen entre 4 y 37 habitantes (las estadísticas locales no es que sean muy precisas, la verdad), todos ellos descendientes de aquellos colonos fundadores (1).

No consta que Estados Unidos haya nunca respondido, ni siquiera por cortesía, a las peticiones del gobierno tokelaueño para que Swains le sea devuelta (2). No me extraña en absoluto esa falta de reacción gringa. Seguro que en departamento de Estado nadie tiene ni idea de la existencia de Tokelau ni de la de Swains, así que seguro que se toman los cables del gobierno de Tokelau a chirigota, atribuyéndoselos a un loco o a un bromista.

En mi opinión, Estados Unidos debería renunciar a su control sobre Swains, aunque tampoco me parece apropiada su entrega a Tokelau. La islilla ya fue independiente en el pasado, ¿porqué no serlo ahora de nuevo? Estad seguros de que, el día que eso ocurra, para leer Chota Chunga deberéis teclear Juanechanove.sw.

(Foto superior: Barco en Dacca (Bangladesh), Juan Echánove. Foto inferior: Vista satelital de Swains)
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(1) No hay aeropuerto en Swains, ni tampoco servicio marítimo regular. Debido al contencioso territorial, es imposible acceder en barco desde Tokelau. Así que la única alternativa factible es pedir a alguien en Samoa que te lleve en lancha. La travesía requiere día y medio de navegación en mar abierto. Estas circunstancias convierten a Swains en el lugar habitado más aislado del planeta (Pitcairn, Kergelen y otras islas remotas sólo conocidas por fanáticos de la geografía del absurdo como yo), cuentan todas ellas con servicios de transporte marítimo regular, aunque infrecuente.

(2) O tokelauense, o tokelauno….no sé. La Real Academia Española todavía no se ha pronunciado sobre cuál debe ser el gentilicio en castellano para designar a los habitantes de Tokelau, ni creo que lo haga nunca.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Memorias de la Intifada (3)

Ramala

Ramala es, seguramente, la ciudad de Cisjordania con menos atractivo. Carece del encanto de Belén y de la personalidad arrolladora de Hebrón, y le falta un zoco como el de Nablus en el que poder perderse. De todos modos, a nosotros nos encantaba vivir en Ramala. No sé muy bien porqué, tal vez por su condición de única localidad de importancia realmente controlada por los palestinos. Aunque “controlada” es quizás un término demasiado rotundo para describir la situación. Cinco o seis tipos de la milicia palestina, cada cual con un uniforme militar diferente, pero con el bigote recortado de idéntica manera, bebían té en el puesto de control a la entrada de la ciudad.

Aunque no transmitían mucha sensación de protección, lo cierto es que cada vez que regresábamos a casa, tras pasar varias horas encerrados en el coche cruzando check points hebreos (es decir, de los de verdad), ver la garita de aquellos guardias palestinos nos producía una reconfortante sensación de tranquilidad. Pero al margen de nuestras percepciones personales, lo cierto es que Ramala estaba siempre expuesta a los ataques. El ejército israelí entraba como Pedro por su casa en el casco urbano cada vez que le daba el apretón de violencia y tenía que asesinar a alguien o tirar unos obuses aquí o allá para quitarse el mal rollo de encima. Cuando eso sucedía, nuestros amigos espías nos avisaban con tiempo, nos llevaban a su apartamento y allí nos emborrachábamos tranquilos hasta que el combate terminase. Cuando la frágil paz urbana no era rota por esa manía israelí de apretar el gatillo o el botón de la bomba, Ramala era ella misma, esto es, un gran mercadillo callejero, un caos encantador de furgonetas, comercios y pasajeros andando por en medio de las calles. En el fondo, era una ciudad profundamente absurda, como no podía ser de otro modo, tratándose de la capital del un país que en realidad no existe.

Cuando no teníamos que viajar de trabajo a visitar clínicas o sistemas de regadío pagados por el contribuyente español y oportunamente destruidos tras su inauguración por el Estado de Israel, pasábamos el día en nuestra acogedora casa-oficina, preparando informes, o acudíamos a visitar a nuestros amigos de las organizaciones palestinas humanitarias con las que trabajábamos.

Casi todos los cafés y restaurantes de estilo europeo, abiertos en los años previos a la Intifada, cuando decenas de cooperantes, periodistas y hasta hombres de negocios extranjeros habitaban en la ciudad, habían cerrado por falta de clientela. Éramos tan pocos los occidentales que vivíamos en Ramala en aquel tiempo que cuando Eva y yo acudíamos al pequeño cine local en versión original, casi siempre estábamos solos en la sala, de modo que podíamos negociar con el camarógrafo la película a proyectar.

Dormir en Ramala, en aquella época, producía sensaciones extrañas. Te acostabas siempre con el rumor de fondo de los tiroteos en las colinas que rodean la ciudad, pero te despertabas con la algarabía del almuecín bramando la llamada a la oración y el jaleo del mercadeo constante.
Si hoy en día José y María tuvieran que repetir el periplo desde Nazaret a Belén, pasarían por Ramala. O más bien, nunca pasarían. Los soldados israelíes de alguno de los innumerables controles a lo largo de la ruta sin duda reventerían a balazos a la Sagrada Familia, sospechando que tal vez la Virgen, en su abultado vientre, ocultaba un paquete bomba.

Memorias de la Intifada (2)

Jerusalén

Nos sirvió la pizza con gesto torcido. Acudíamos con frecuencia al pequeño y acogedor restaurante del barrio cristiano, en la ciudad vieja, así que ya habíamos adquirido cierta confianza con aquella camarera peruana.
-¿Te encuentras bien?-, la pregunté, con tono de cierta preocupación.
-Realmente no…la casa en la que vivimos es muy fría, está vieja, la calefacción no funciona… pero él no quiere que nos mudemos, el quiere que vivamos ahí.
- Si quieres puedo hablar con él, intentar convencerle –dije, asumiendo que ese “él” era su marido o su pareja.
Entonces ella dibujó una sonrisa de oreja a oreja y me replicó:
-¡Ah! Pero entonces…¿tú también puedes hablar con “él”?, mientras señalaba con el dedo índice hacia el cielo.

Jerusalén atrae, como un polo magnético, a toda suerte de iluminados, desesperados, profetas o simples chiflados. La religión, la historia, lo invaden todo en la ciudad, como cubriéndola con una capa pastosa que se adhiere a cada monumento, a cada callejón, a cada rincón de ese laberinto de piedra blanca que es la Ciudad Santa. Jerusalén es, a fin de cuentas, un museo viviente de la historia del monoteísmo. Un museo maravilloso, pero a la vez agotador, o incluso inquietante.

La basílica del Santo Sepulcro es tal vez, el eje crucial del paroxismo religioso de la ciudad. La gestión del edificio se encuentra dividida entre las innumerables corrientes e iglesias cristianas, que se disputan cada milímetro cuadrado del espacio sagrado con un ahínco no muy santificante. No es raro ver a un cura católico increpando a gritos a un monje griego ortodoxo por una silla mal colocada que vulnera mínimamente el “territorio” propio. En el Santo Sepulcro, como en la vida misma, también hay un Tercer Mundo: Los pobres coptos etíopes, que llegaron tarde al reparto, decidieron hace siglos instalarse en el tejado del edificio, y ahí siguen viviendo, en sus ruinosas chozas de paja.

La religión es omnipresente en Jerusalén. Por las callejas de la ciudad antigua tiene lugar un eterno desfile de modas clericales: austeros franciscanos; popes armenios con sus casullas puntiagudas, imitando el Monte Ararat; sacerdotes siríacos con turbantes y capas de intenso color rosa; ayatolas y mulás islámicos, en bata y chancletas y, por supuesto, los despistados ultra ortodoxos judíos, vestidos de negro desde los zapatos al sombrero, que saben caminan sin tropezarse mientras leen obsesivamente a través de sus gruesas gafas de culo de botella pequeños libros religiosos desgastados del constante uso. El festival de atuendos sagrados se adereza con otros muchos personajes, a cual más variopinto: peregrinos católicos filipinos cuya visita a la ciudad en los difíciles años de la segunda Intifada no respondía tanto a un acto de bravura como a la ignorancia absoluta sobre la situación de inseguridad reinante; policías y soldados israelíes, con sus metralletas de escala colosal y el perenne rictus chulesco, acentuado por las gafas de sol de espejo; campesinos palestinos; judías rusas luciendo la versión resumida de una minifalda, beduinos…..

Eva y yo vivíamos en el monte de los Olivos, en una casita alquilada a los luteranos que regentaban el Augusta Victoria, el neogótico cuartel general de la Iglesia Evangélica Alemana en Tierra Santa. Tal y como nuestros amigos no dejaban de repetirnos cuando nos visitaban, desde nuestra pequeña casa se dominaba la mejor vista de la ciudad, merito nada despreciable en una urbe por definición escénica.
Cada noche, antes de dormir, me sumergía en la contemplación, me diluía en la silueta asombrosa de la Ciudad Vieja: la cúpula dorada de la mezquita de la Roca, las impresionantes murallas, los campanarios de las iglesias… y entonces Jerusalén, la ciudad capaz de generar locura, de hacer derramar sangre, de provocar guerras, odios y destrucción, se transformaba de pronto, ante mis ojos, en la quintaesencia de la paz.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Sentir popular

Tengo fiebre; Sufro un trancazo considerable. No doy cuenta de mi estado de salud para justificar el carácter errático del contenido de esta entradilla, no: muy por el contrario, como mi amigo Miguel Murado demostró en su excelente colección de cuentos “EL sueño de la fiebre” (cuya lectura recomiendo febrilmente), el estado letárgico y psicodélico que unas décimas extra de temperatura corporal inducen en el sujeto, es un poderoso aliado para la creatividad libre.

Mis constipados delirios me han hecho darme de cuenta de pronto que, al menos la mitad de todo lo que sé, lo aprendí con nueve o diez años, en cuarto y quinto de EGB. Entonces estudiaba yo en el colegio San Patricio. Mi profesor principal en esos cursos, Don Pedro, no hacía un esfuerzo especial para que memorizásemos retahílas memorísticas. Al contrario, por medio de esquemas, nos ayudaba a entender los contenidos. Sin embargo, por un sortilegio extraño, yo todo lo que leía entonces en los libros de textos lo retenía a la perfección. Fue así como supe que Ur, Uruk, Lagash, Larsa y Eridu fueron las principales Ciudades Estado de los sumerios, que las más notables localidades de la provincia de Albacete son Almansa, Chinchilla y Hellín o que los intestinos se dividen en duodeno, yeyuno, ilion, ciego, colon y recto. La más espectacular de tales enumeraciones, que aún recuerdo, es el listado de los treinta gobernantes de Roma desde los hermanos Graco hasta Diocleciano. No obstante, mi sarta memorística preferida era aquella de los asirios fueron (en este orden) autoritarios, despóticos y crueles.

Mis capacidades para acordarme de todo no se limitaban a lo estrictamente académico. Puedo aun enumerar a los 24 niños de mi clase de entonces, con dos apellidos, salvo en el caso de las niñas, de las cuales solo retengo los nombres de pila (salvedad hecha de Miriam Escudero Vaquero, de la que estuve perdidamente enamorado varios meses).

Concluidos aquellos dos cursos, mi retentiva comenzó a decaer estrepitosamente. No recuerdo haber memorizado nada en el resto de la educación básica o en el bachillerato y, en cuanto a la carrera de Derecho, lo único que aprendí de corrillo, además de algún que otro poema que no formaba parte del currículo educativo, fue una cita del insigne jurista Diez Picazo, a saber: “El requisito de tener forma humana para ser persona, recogido en nuestro Código Civil, permite reputar como no nacido a todo aquel que no mereciere la consideración de persona para el sentir popular”.

Me pregunto dónde ha ido a parar todo ese inmenso caudal de cosas que me siguieron enseñando en los años sucesivos, y que ya he olvidado. Al menos, para mi deleite personal, todavía puedo regodearme interiormente por el hecho de que la retama, la coscoja, el tomillo y el romero son los arbustos propios del clima Mediterráneo.
(Foto: Luis Echánove)

lunes, 22 de noviembre de 2010

Memorias de la Intifada (1)

Turismo de combate

-“Tengo tres noticias que darte, dos malas y una buena, en qué orden las quieres?”- la voz de A… sonaba distante al otro lado del teléfono.
-“Primero una mala, luego la buena y después la otra mala”-, respondí yo.
-“La primera mala es que esta noche bombardean Ramallah con aviones. La buena es que sólo van a tirar las bombas sobre un edificio, la segunda mala es que ese edificio está como a cien metros de vuestra casa”.
-¿A qué hora será?”, pregunté azorado.
- ¿Cómo quieres que lo sepa? Soy espía, no mago. No se os ocurra salir de casa, ¿de acuerdo?”.

Conté a las chicas las noticias. Sus reacciones fueron de lo más dispares. Rocío parecía exaltada, casi expectante con el acontecimiento. María Eugenia, la más sensata, entró en un ataque de pánico. Natalia divagaba filosóficamente sobre el sentido de la vida. Eva se fue a preparar cafés para todos.

La bomba cayó a las doce de la noche, puntual como un reloj. Primero fue el ruido metálico de los jet militares rasgando el cielo. Después, el silbido zumbón, y, finalmente, un estruendo atronador que hizo temblar las lámparas. A la mañana siguiente nos acercamos a contemplar los cascotes del edificio pulverizado.

La visita de nuestras amigas, en plena Intifada, llevaba ya días transformada en una yincana huyendo de las bombas. Aún no comprendo cómo conseguimos escabullirnos del cerco israelí a Ramallah para irlas a buscar al aeropuerto el día que llegaron. Con sus elegantes vestidos y sus gafas oscuras, parecían los Ángeles de Charlie, en pleno contraste con la zafiedad propia del estilismo local habitual en el aeropuerto de Tel Aviv. De regreso a casa, cruzamos el campo de refugiados de Kalandia derrapando, mientras la gente nos vociferaba y golpeaba las puertas del coche, como primer presagio de las aventuras que las esperaban.

En Ramallah Maria Eugenia conciliaba mal el sueño. Se pasaba la noche encaramada a la ventana, husmeando a un vecino, que, según ella, siempre descargaba una furgoneta a altas horas de la noche. “-El coleguita que vive enfrente es por menos de la Yihad Islámica-”, nos repetía constantemente. “- El tipo debe estar acumulando un arsenal en su piso”- El tiempo la daría la razón. Tres meses después, durante el primer asalto terrestre a Ramallah, un tanque israelí, parapetado detrás de nuestra casa, se pasó una mañana entera disparando obuses al edificio del presunto yihadista, mientras Eva y yo permanecíamos escondidos en el cuarto de baño.

Viajamos con nuestras amigas al pueblo beduino de Yatah, junto a Hebrón, en una excursión pacifista organizada por los Rabinos Sin Fronteras. Días después recorrimos Galilea, Acre y los Altos del Golán. Un hombre bomba se hizo reventar en la playa de Haifa hora y media después de abandonarla nosotros. Otro se explotó en Rehobot treinta minutos después de nuestro paso. Vivíamos dentro de una película de acción, pero en lugar de actores, éramos los extras de las escenas difíciles.

(Fotos: Eva Pastrana)

sábado, 20 de noviembre de 2010

Diario de Georgia (3)

Dieciséis de noviembre
Un amigo nos ha prestado cierto célebre documental de televisión sobre la vida en Tiflis cuando los apagones de luz eran constantes. Ha sido premiado en varios festivales alternativos de cine (o en varios festivales de cine alternativo, no estoy muy seguro). No está mal. Relata en tono tragicómico como el Ministerio de Energía se dedicaba a destinar la escasa generación eléctrica con la que el país contaba por entonces, a iluminar las piscinas climatizadas de los mafiosos y las residencias de lujo de los jerarcas con conexiones. El ministro responsable de todo aquel chanchullo era un tipo gordo y flemático con aspecto de roncar sonoramente durante la siesta.

Diecisiete de noviembre
Paseamos por el parque de enfrente de casa. Junto a la pequeña tienda de ultramarinos de la entrada un tipo gordo y flemático con aspecto de roncar sonoramente durante la siesta se fuma con desgana un cigarrillo. Le observo detenidamente: es el ex ministro de energía del documental de ayer.

Foto: Calle de Tiflis. Aránzazu Echánove

viernes, 19 de noviembre de 2010

Diario de Georgia (2)

Once de noviembre
Visito un centro de desplazados internos de la guerra de Agosto del 2008. Setenta familias de campesinos georgianos huidos de Osetia del Sur se hacinan en los pequeños cubículos del vetusto y desvencijado edifico estalinista. Me muestran los cerdos y las gallinas que crían en el patio, donados por nuestro proyecto con la FAO. Un viejo labrador me sonríe y habla. Goran, el coordinador del proyecto me traduce sus palabras: “Dice que el futuro de Georgia está en las manos de los campesinos, si el gobierno les diera acceso a semillas, a fertilizantes, a crédito, el país florecería de nuevo”. Asiento con la cabeza.

Doce de noviembre
Reunión en el Ministerio de Agricultura para discutir la estrategia de desarrollo del sector. Un alto funcionario, rechoncho y con esos ojos minúsculos propios de las personas desconfiadas, me suelta sin empacho: “¿Porqué el Gobierno tiene que ayudar a los pequeños campesinos, si son improductivos?”. Me tengo que contener para no vociferarle que tal vez porque esos pequeños campesinos son más de la mitad de la población del su maldito país, y viven en absoluta miseria. Me contengo y me limito a responderle que, precisamente, si el gobierno desarrollara programas en su ayuda, tal vez entonces podrían llegar a ser “productivos”.

(Foto: Juan Echanove)

Diario de Georgia (1)

Tres de noviembre
Frederick se precipita sobre mi oficina con ojos desorbitados. - “¡Hay un camión brotando del suelo en la calle de atrás, vente a verlo!”- exclama exultante. Por un momento pienso que se trata de algún chiste flamenco, pero enseguida me doy cuenta de que los belgas nunca han sido famosos por su sentido del humor, así que le sigo a la carrera hacia su despacho. Me asomo a la ventana. La cabina delantera de un vetusto camión de basura de los años cincuenta parece, efectivamente, brotar de un profundo agujero en medio del asfalto. La parte del vehículo que aflora del suelo ocupa por completo el perímetro del socavón. Bolsas de plástico con desechos rodean al vehículo. La escena no carece de cierto encanto estilístico postmoderno.

Cuatro de noviembre
La única bombilla del ascensor se ha fundido.

Cinco de noviembre
Acudo a la frontera con Azerbaiyán para inspeccionar como se llevan a cabo los controles veterinarios y fitosanitarios. El comisario a cargo del chiringuito me cuenta que el día anterior un campesino intentó a cruzar la frontera montado en su caballo, pero como el animal carecía de documentación en regla, lo mandaron de vuelta. Al poco rato el tipo regresó, de nuevo a lomos de su rocín. Ufano entregó su pasaporte al guardia fronterizo: había pegado con cinta adhesiva una foto del caballo y la había colocado junto a la suya. El aduanero premió su rústico ingenio dejándole pasar sin más preguntas.

Seis de noviembre
Hoy por fin le he cogido el regusto a lo de bajar los once pisos de casa con el ascensor completamente a oscuras. La sensación es más o menos la misma que la de viajar en el tren de la Bruja justo antes del primer susto: te da miedo, pero a la vez quieres que nunca se acabe.

Nueve de noviembre
Participo en una no muy apasionante Conferencia Regional del Sur del Cáucaso Sobre Protección de Suelos y Prevención de la Desertificación. Uno de los asistentes a la reunión, un hombrecillo de pelo cano y ojos vivaces, se acerca a saludarme durante la pausa del café. Me habla en algo que creo identificar como esperanto, aunque al cabo de algún tiempo me doy cuenta de que sencillamente mezcla constantemente palabras en español, inglés, francés e italiano. Me explica que en el año 1994 inventó una nueva regla del futbol (algo relacionado con que el portero debe coger la pelota con la mano antes de tirarla de nuevo) y logró convencer a la FIFA y a la UEFA para su adopción oficial en todo el mundo. Pienso por supuesto que está chiflado.

De pronto abre una carpeta con las gomas desgastadas que lleva debajo del brazo, y extrae una colección desordenada de fotos descoloridas, que me muestra con satisfacción. En todas ellas aparece él, siempre con la misma gabardina color crema, aunque las fotos correspondes a años e incluso décadas diferentes. Y, también en todas ellas, a su lado, hay alguna celebridad del fútbol: Maradona, Pelé, Platini… incluso reconozco a Arconada y a Butragueño. Después de enumerarme uno a uno a todos los jugadores, extrae de la carpetilla un fax ajado por los años, aunque aún legible. Es una carta firmada por Joao Avelans agradeciéndole la invención de la nueva regla futbolística. La pausa del café termina. Regresamos a la sala de conferencias. El hombrecillo toma asiento en silencio y sigue con atención las soporíferas ponencias sobre recuperación de pastos en los desiertos del occidente de Georgia.

Diez de noviembre
Han instalado por fin una lámpara nueva en el ascensor. Carmen y Juanito están exultantes. Dicen que es como la luz del día. Incluso han dejado de aterrorizarse con los siniestros sonidos chirriantes de los engranajes al descender. Y encima ahora subir y bajar es gratis: ya no hay que echar monedas en la caja de latón para que el ascensor de nuestro edificio funcione.

Foto: María Van Ruiten y Aránzazu Echánove

jueves, 4 de noviembre de 2010

En el café de la calle Belén

Tiemblan tus ojos
bajo la luz
de una candela.

Brillan de hinojos
con la quietud
de un sueño en vela.

La llama vuela
y a tu salud
brinda sonrojos.

(Foto: Ignacio Huerga)

Lejanía

Te escribo desde una lejanía inmensa.
Imagina que viajé a otros universos
y desde allí, confuso, te envío letras
como palotes mortecinos, secos,
incapaces de aproximarse
ni unos milímetros más allá del papel.


En un primer momento
sentirás el triste soplo
del vacío que media entre nosotros.
Pero enseguida sonreirás:
mis letras son sólo letras
y las letras nunca se entienden.


(Foto: Vista desde mi balcón. Juan Echánove)

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Fuera de sitio


Dicen que detrás
de cada puerta
se esconde la sombra
de un fantasma.
Dicen, también,
que los fantasmas no existen;
y yo así lo creo.

Dicen que una taza de café
contiene el cosmos
y que una cucharilla
tintinea igual que un violín.

Dicen que no hay retornos,
que las trochas en las jungla
son heridas que la naturaleza
jamás perdona.

Dicen, por decir,
que la noche es el día
puesto de espaldas
y que vivir
es una carcajada
fuera de sitio.
(Foto: Juan Echánove)

Flúyete ligero

Flúyete ligero,
dulce sueño.
hazme pasajero
de su ceño.

Surcaré su piel sobre tu quilla.
Saltaré en tropel a su mejilla.
Llévame a la orilla
en tu bajel.

(Foto: Juan Echánove)

lunes, 1 de noviembre de 2010

Humedad


Una lágrima
cruza tu cara
desviada por el viento,
y sientes en tu rostro
la humedad caliente
de tu mirada.

(Foto: Luis Echánove)

Nada será como ahora

Nada será como ahora.
Barrerá el viento la brisa,
mudarán nuestras personas.
Cada mañana distinta
traerá distinta la aurora.

Pasará el tiempo deprisa,
las palabras serán otras;
mas cuando estemos a solas
no cambiará tu sonrisa.

(Foto: Luis Echánove)

El sol te hirió

El sol te hirió.
No podrás negarlo.
te ví fruncir el ceño
y ocultarte el rostro
entre las manos.
Te inquietaba.
Te salpicaba
con su punzante alegría.
Fuera moría el mundo
con algo de frío y de pereza.

(Foto: Luis Echánove)

domingo, 17 de octubre de 2010

Desperezándose

¿Qué hará la noche contigo?
¿Qué hará, qué hará, te digo,
que tanto te embellece de mañana?

No te ensueña con presagios
ni murmura a tus oídos.
No ve nada tu mirada
en su vacío.

¿Qué hará la noche cerrada?
¿Qué hará con sus besos de alborada?
¿Morirán de pronto con los sueños?
¿Correrán traviesos y sin guarda?

Los pone al recaudo de tus ojos,
custodios celosos
hasta e alba.

(Foto: Ignacio Huerga)

viernes, 1 de octubre de 2010

Viaje al vacío

He pasado un par de días en medio de la nada.

La nada se llama Santskhe Javakheti, y es una remota región de Georgia empotrada al borde de la frontera con Turquía y Armenia.

Mi viaje al vacío geográfico comenzó con una rústica fiesta de la cosecha, junto a un campo de patatas. Allí el jefe del cuerpo de bomberos local me ofreció mi primer trago de coñac Ararat. Su tono imperativo hizo irresistible la propuesta. Una puerta rota, colocada sobre cajones, hacía las veces de improvisada mesa del banquete. Mientras yo brindaba con los próceres del pueblo, a mis espaldas docena y media de ancianas vestidas de negro se deslomaban recogiendo a mano el tubérculo. Frente a nosotros, se abría majestuoso el lago Pastia. Husmeando en sus orillas encontré una piedra de obsidiana.

Cuando llegó el tractor, un impulso, sin duda etílico, me empujó a subirme al cubículo e intentar conducirlo. Fue entonces, creo, cuando los paisanos del lugar decidieron hacerme uno de los suyos.

Tras esa primera ‘supra’ (el banquete ritual georgiano) junto al campo de patatas, se sucedieron otras muchas: Una por cada pueblo que visitaba.

La región de Samtskhe Javakheti no es bonita, pero tampoco fea. Los pelados montes del Cáucaso Menor se alternan con vallecillos suaves. Antiguas terrazas agrícolas, ya en desuso, recortan a veces las pendientes. Como en Castilla, sobre los altozanos se alzan fortalezas del Medioevo. En los compactos pueblos armenios, de callejas lodosas y casillas de madera y piedra, los campesinos elaboran jaleas de rosas silvestres en enormes marmitas herrumbrosas. En Akhalsitje, la capital comarcal, los paisajes postindustriales del antiguo mundo soviético contrastan vivamente con la silueta del viejo palacio otomano. Vardizia, la mágica ciudad escavada en la roca, es sin duda el mayor (tal vez el único), reclamo turístico de la zona. Diez mil personas llegaron a vivir, en tiempos de la reina Tamar, en las cuevas colgadas de sus barrancos.

Mi conductor, que en realidad es arqueólogo, dice que Samtskhe Javakheti es el origen de la civilización occidental. Yo más bien pienso que es su frontera final.
(Fotos: Juan Echanove)

lunes, 27 de septiembre de 2010

El hexágono

De entre mis muchas obsesiones, la de buscar sentineleses es, sin duda, la más estrambótica de todas.

Ya he escrito aquí en un par de ocasiones sobre los huidizos habitantes de Sentinel del Norte. Situada en el archipiélago de Andamán, en el Océano Índico, esta isla tropical rodeada de arrecifes y completamente cubierta por una tupida jungla, constituye el último rincón poblado del Planeta Tierra sobre el que ninguna nación ejerce una soberanía efectiva. Sentinel está poblada por un número indeterminado de “negritos”, esto es, pigmeos negroides asiáticos, dedicados a la caza y a la recolección, y cuya forma de vida es más o menos semejante a la del resto de la humanidad en el paleolítico.

Nada sabemos de la lengua de los sentineleses, de sus costumbres o de su religión. Ni siquiera se sabe dónde se sitúan concretamente sus poblados. La única evidencia de su existencia son algunas fotografías vagas de hombres y mujeres desnudos tomadas desde la costa por un antropologo indio, que, en los años ochenta, acompañado de policias fuertemente armados, llegó a tomar pie en la isla. Los sentineleses se volatilizaron en la espesura ante su presencia. El antropólogo regresó después en varias ocasiones a las difíciles costas de la isla. Arrojaba cocos a las aguas, y los sentineleses, desde la distancia, los retiraban con precaución.

Los sentineleses no son la única comunidad indigena completamente aislada del mundo exterior. En la Amazonia y en Papúa Nueva Guinea todavía sobreviven algunas tribus sin ningún contacto con el resto de la familia humana. Pero el caso de los sentineleses es el más fascinante de todos, por su aislamiento (se trata de una isla) y porque su territorio, estrictamente, no pertenece a ningún país (la India lo reclama, pero jamás ha ejercido ningún dominio efectivo).

Para mi fortuna, por alguna inescrutable razón la resolución de Sentinel del Norte en Google Earth es verdaderamente detallada, semejante a la de las zonas urbanas de Europa o Estados Unidos. En cuanto me dí cuenta de ello, decidí ejercitar el absurdo entretenimiento de buscar a sus pobladores. La isla no es pequeña (sesenta y tantos kilómetros cuadrados), y la compacta masa forestal cubre integramente su superficie. Ante tales dificultades, no contaba, por supuesto, con identificar individuos, pero si al menos toparme con alguna traza de presencia humana.

Oscultaba al azar, sin orden ni concierto. Mi vista se agotaba al poco rato de tanto mirar ese tapiz constante de copas de árboles. Pero al segundo día de ejercitarme en este inconfesable vicio de jugar a ser explorador por control remoto, de forma casual identifiqué en medio de la espesura una forma exagonal casi perfecta, semejante a una gran sombrilla contemplada desde el cielo. Apenas se diferenciaba de la naturaleza del entorno, pero, observada con detenimiento, era evidente que sólo un milagro podría haber dado a un árbol una forma geométrica tan perfecta. Sí, aquello parecía si duda una gran cabaña, en la que tal vez convivían varias familias. Enseguida me precipité a otras páginas de Internet para saber cómo describieron los viajeros del siglo XVIII y XIX las viviendas originales de las tribus de las otras islas del archipiélago Andamán (hoy en día construyen chabolas con los desechos de los emigrantes indios). Encontré reproducciones de viejos grabados en las que claramente se reproducían grandes cabañas exagonales de paja.

No me había equivocado. Había hallado las coordenadas exactas del lugar dónde habitan algunos de los individuos del pueblo más aislado, remoto y desconocido del planeta; pero no estaba orgulloso, me sentía miserable, como un intruso que ha desvelado un secreto a su pesar.

Quise imaginar que estarían haciendo en ese mismo momento los pobladores de aquella choza en medio de la selva. Sentí una enorme sensación de vértigo, porque tuve la certeza absoluta de que, en ese preciso instante, los sentineleses acaban de apercibirse de que alguien les había descubierto .

Desde entonces por la noche, cuando duermo, en mi sueños escucho a veces un susurro de conversaciones en un idioma que no conozco.

(Foto superior: Juan Echánove, foto inferior: Google Earth)

viernes, 17 de septiembre de 2010

La visita del casero (y 2)

Anteayer cenamos con nuestro casero. Nos citamos en un restaurante tradicional, con esplendidas vistas sobre el río y la ciudad antigua. Enormes grupos de comensales compartían largas mesas, dedicados a los habituales brindis y consecuentes discursos que marca el ritual local.

George se presentó acompañado de una celebre estrella de la televisión georgiana. Elegante, glamorosa y con una penetrante y perspicaz mirada, la celebre artista contó que hasta hace un tiempo presentaba un programa televisivo en el cual reconvertían a humildes cenicientas locales en autenticas princesas, a base de vestirlas y maquillarlas con estilo. Nos habló también de su reciente separación de un millonario libanés, cuya actual novia estaba en orden de arresto por la Interpol por secuestrar en Estados Unidos a un hijo de su matrimonio anterior.

Mas tarde nos dijeron que la bella presentadora había comenzado su carrera en los inicios del destape post soviético.

George escogió un vino orgánico y de supuestas propiedades espirituales (y no solo espirituosas) para acompañar el menú, con vistas a garantizar, dijo, energías positivas durante la cena. Desconozco en cambio el efecto que sobre nuestro espíritu pudieron tener los abundantísimos platos de sesos de cordero, pinchos morunos y demás sobredosis de colesterol que nos regalamos aquella noche.

George permaneció más bien taciturno durante la cena, tal vez porque, al encontrarnos en primera fila junto al escenario sobre el que los siempre ruidosos bailarines georgianos ejecutaban sus cabriolas, oírnos de una lado a otro de la mesa resultaba a veces una autentica proeza. Como suele ser habitual, en cierto momento los danzantes blandieron sus espadas e iniciaron una lucha rítmica, golpeando ferozmente los escudos de sus adversarios, hasta producir chispas con los filos. Mi mayor temor era que alguna de aquellas dagas saliera volando y terminara clavándose en el plato de sesos de cordero, salpicando mi camisa filipina.

Pese al jaleo ensordecedor, George puedo al fin contarnos algunos detalles más de su pintoresca biografía, incluido su papel en la época de la creación de grupos paramilitares en la Georgia de los años de la guerra y el papel jugado por las sociedades secretas, de las que tan amigos son los georgianos, en el colapso de la Unión Soviética. También nos explicó su nuevo proyecto para comercializar un recipiente cilíndrico de su invención, que incrementa el contenido del Rh del agua a base de imanes y metales. Su amiga la actriz ya poseía uno, del que bebía copiosamente a lo largo de la cena.

Solo al día siguiente supimos que acbábamos de cenar con una de las supuestas amantes del presidente.


Foto superior: Vista del Caucaso, Juan Echanove. Foto inferior, la actriz Ia Parulava

El alquimista

De niño siempre estuvo envuelto en las peleas del barrio, tan frecuentes en ese Madrid pandillero y canalla de los setenta. Su padre, marino mercante, pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa. De él heredó sin duda el ansia por conocer todos los mundos posibles. Corre algo de sangre gitana por sus venas, y corre rápido, a borbotones, pese a las varias cuchilladas que han marcado su fornido corpachón, como tatuajes de la supervivencia.

Sus hijos le llaman por el nombre pila y su farera normanda le indica siempre el camino de regreso a casa, para que nunca se pierda en las aguas del océano.

Ha sido pintor, poeta, guardaespaldas, tramoyista, decorador, camorrista, escenográfo, portero de discoteca, escultor, brujo, lector obstinado, juerguista, ebanista y hasta paciente de un psiquiátrico militar por error. Pero los que le queremos bien sabemos que, en realidad, el es sobretodo un alquimista: alquimista de los materiales, las texturas, los colores y las substancias, cuyos secretos conoce con maestría; y alquimista también de la palabra, del verbo ágil, de la frase consoladora, del exabrupto repentino y de la sentencia visionaria. Y es, al fin, alquimista del espíritu, de la fidelidad al amigo, de la entrega total a sus hijos, de la pasión de existir y de la lealtad a sí mismo.

Sabe bien que el vivir puede ser a la vez cruel o maravilloso y él, con su alquimia mágica, destila esas dos facetas y las convierte en una verdad rotunda: que ante todo, a la vida hay que mirarla cara a cara.
Foto: Pintura de Cesar Caballero

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Los georgianos y el sexo

Los georgianos, en general, son bastantes conservadores en materia de sexo. La Iglesia Ortodoxa ejerce una influencia notable en la moral social. Por eso los jóvenes se casan a una edad extremamente temprana; así pueden comenzar a practicar el coito no muy tarde, frisando la veintena, sin contravenir los preceptos religiosos. La venerable tradición de secuestrar a la novia y así forzar la boda sigue vigente en muchas partes del país. Una compañera de trabajo, bastante más joven que yo, fue raptada por su pretendiente a los dieciocho años.

En Tiflis, al contrario que en Moscu o en Kiev, las chicas jóvenes no se pasean en primavera por las calles vestidas de gogos de discoteca. Rige más bien una estética entre ochentena y femme fatal, en la que predomina el color negro, algo de parafernalia militar (normal en un país que sufrido cuatro guerras en diez años) y los tacones altísimos.

Como siempre sucede cuando los preceptos religiosos y las feromonas circulan por caminos separados, en Georgia en la práctica rige una doble moral muy acusada. La vida íntima del presidente es buen reflejo de ello. La doctora Dot, una joven, exuberante y desenfrenada masajista del Medio Oeste norteamericano, revelaba hace poco en su blog que el presidente de Georgia ha sido su cliente. La doctora Dot practica una técnica fisioterapéutica de su invención que consiste en dar fuertes mordiscos por el cuerpo del paciente. Cuando, en plena sesión con el premier georgiano, la 'terapeuta' constató la tensión acumulada en la nuca presidencial, el jefe de gobierno bromeó diciendo que, efectivamente, a veces se sentía como si Putin estuviera sentado sobre su cuello (lo cual, metafóricamente, es rigurosamente cierto). Al final, las revelaciones de la doctora Dot se hicieron públicas en Georgia, y los rusos llegaron a mencionar el asunto en sus noticieros (*).

Este no es el único escándalo picante que ha salpicado la vida pública georgiana recientemente. Se han publicado hace poco comprometedoras fotos de la recién nombrada ministra de economía, una belleza veinteañera a la que el presidente del país conoció en una discoteca de Vancouver, bailando con sus amigas en una fiesta universitaria. Dicen que el efecto buscado por el presidente al incorporar a esta joven al gobierno era atraer inversores extranjeros al país. No me cabe duda de que va a lograrlo.
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martes, 14 de septiembre de 2010

La visita del casero

Hoy por fin hemos conocido a George, nuestro casero. Aunque es georgiano, vive en Estados Unidos desde hace veinte años. Es un hombre afable y sonriente y sabe generar confianza desde el primer instante. Le hemos hecho un recorrido turístico por su casa (él nunca la había visto terminada) y se ha mostrado muy satisfecho con todo. Venía acompañado del fiel Sarko (al que mi hijo Juanito llama siempre Sarkosi), el enjuto muchacho que se ocupa del mantenimiento del apartamento.

Cuando he ofrecido un cigarrillo a George, cortésmente ha rehusado y me ha explicado que, entre otras cosas, se dedica a ayudar a la gente a dejar de fumar. Enseguida me ha hecho una breve demostración. Ante la perplejidad de los niños y de Eva, ha movido sus brazos a gran velocidad en torno a mi cuerpo, hasta provocarme una especie de ligera descarga eléctrica. Cuando le he preguntado como aprendió esa técnica, me ha explicado que la cosa le viene de familia. Forma parte de una reducida minoría de georgianos de origen francés, descendientes de los templarios que acudieron a la llamada del rey David el Constructor, para proteger las marcas del reino de los enemigos persas. Una vieja leyenda cuenta que aquel grupo conformaba una suerte de secta iniciática, que algunos relacionan con la saga del Grial.

Su abuelo, un místico sanador discípulo de Gurdjieff -un gran maestro espiritual armenio (1)-, le enseñó terapias arcaicas de la tradición esotérica. Después pasó años recorriendo viejos monasterios ortodoxos y budistas por el Cáucaso, Asia Central y Siberia. Terminó haciéndose famoso en la Antigua Unión Soviética, montó una ONG para ayudar a las víctimas del terremoto de Armenia, fue acusado de espía americano y, finalmente, tras dos intentos de asesinato, huyó del país. Vive de desintoxicar, mediante hipnotismo, a grandes capos del narco y a gente del mundo de la farándula hollywoodiense. Ahora planea abrir un centro de cirugía estética y liposucción en Tiflis.

Tras narrarme esta portentosa biografía en diez minutos, ha proseguido admirando las maravillosas vistas desde la terraza de casa. Luego ha reparado el cable de la alcachofa de la bañera (Juanito, diligentemente, le había dado el parte de la avería, indicando expresamente que fue su hermana pequeña, Olalla, y no el, quien lo rompió). Después nos ha explicado cómo hacer llamadas gratuitas a cualquier parte del mundo mediante un ingenioso pero complejo truco que implica registrar números de teléfono en diferentes países. Finalmente ha calculado la orientación de nuestra cana con respecto a las reglas del fen-sui. Mañana hemos quedado a cenar con él.

Lo mejor de la vida que llevo aquí es que, a la hora de generar entradas en el blog, puedo poner mi imaginación en punto muerto y limitarme a levantar acta de la vida cotidiana. (2)

(Foto: Vista del Caúcaso, Juan Echanove)

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(1). Por una de esas extrañas casualidades que últimamente me suceden, esta misma mañana, vagueando en la Wikipedia…¡ yo me había leído la biografía de Gurdjieff!
(http://en.wikipedia.org/wiki/G._I._Gurdjieff).
(2) Esta es la Web de mi casero: http://hypnoenergetic.com/?page_id=7

sábado, 11 de septiembre de 2010

Encuentro

Era alto y completamente calvo. Nos conocimos junto a la barbacoa, un domingo en casa de amigos, la pasada primavera. El sol bañaba Tiflis con una luz alegre. Me sirvió dos salchichas en el plato de plástico, extendió su mano, se presentó y añadió que era serbio. Yo no pude evitar mencionarle que, hace dieciséis años, durante el tiempo de la guerra, trabajé en la antigua Yugoslavia como cooperante. Dedujo mi nacionalidad por el acento y con gran satisfacción recordó como, en aquellos años, él desertó del ejército federal, formó una banda de rock y tocó como telonero de varios grupos europeos de gira por Croacia.

Cuando la pequeña fiesta terminó, mencioné a Eva el encuentro. Curiosamente, ella no se había percatado de la presencia de aquel tipo grande que distribuía las salchichas. Nuestros anfitriones, con la que hablé al siguiente día, mostraron cierto desconcierto cuando también a ellos les pregunté por aquel serbio al que había conocido en su casa. Parecían no tener muy claro a quién me estaba refiriendo.

Anteayer, ordenando papeles en mi habitación, dentro de una vieja carpeta de cartón azul, me reencontré con unos folios amarillentos, prensados con un clip ya algo oxidado. Eran los primeros capítulos de una novela de ficción que escribí de una atacada durante cuatro frenéticas tardes en El Retiro, nada más regresar de la guerra de los Balcanes. Resultaba muy extraño volver a leer aquello después de tantos años. Ya ni la trama me resultaba familiar; parecía escrito por otra persona.

Una frase de la cuarta página me dejó perplejo: “Hablaron de un muchacho serbio, desertor del ejército federal, que ahora lideraba una banda de éxito, telonera de grupos extranjeros de gira por Croacia”.

Lleno de inquietud, enseguida comprendí que los personajes de mi novela inconclusa habían comenzado a escaparse de sus páginas amarillentas. Un hilo de sudor frío recorrió mi espalda.

(Foto: Luis Echánove)

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Arte y justicia

Mi amigo Juanma decidió hace muchos años que en la vida, que en su vida, es necesario hacer aquello a lo que uno se siente impulsado desde dentro. Las decisiones, pues, no están escritas fuera de uno mismo, sino que nacen de ese rincón secreto donde todos guardamos los anhelos, las ganas de vivir, el impulso de ser nosotros mismos y a la vez trascendernos. Por eso mi amigo Juanma es un artista, y a la vez un ideólogo del desarrollo y la cooperación, y también un extraordinario padre de familia, un amante intenso de su chica y un leal compañero en el camino de los que tenemos la suerte de conocerle (*).

Juanma cree en las personas, en la posibilidad real de un planeta más justo, de escala humana. Y a ese propósito, varios instrumentos sirven.

Mi amigo Juanma viaja frecuentemente a America Latina, un continente que lleva ya escrito bajo la piel. Su mapa latinoamericano se compone de los cientos de rostros, de personas de carne y hueso, cuyos problemas ha conocido de primera mano en su trabajo como cooperante. Y la vez, Juanma es un creador nato: autor de ilustraciones para libros infantiles, pintor de lienzos repletos de energía, dibujante de comics…fabricante de sueños.

Y el último sueño de mi amigo Juanma ha sido traducir en una obra plástica el dolor, la rabia y la impotencia frente a los desmanes de las multinacionales españolas en Latinoamérica. (**)

Juanma vivió de primera mano como Unión Fenosa, guiada por ciegos criterios de mercado y lucro rápido, llevó a la oscuridad a un país entero (Nicaragua, 'mi' Nicaragua!). Mi amigo fue testigo de cómo en un hospital, los enfermos debían ser operados a tientas, a la luz de las velas. De esa historia nació una de sus obras, recientemente seleccionada dentro de un estimulante proyecto de arte comprometido con el cambio social y la denuncia (http://www.rightsforpeople.org/exhibition). Su creación será próximamente expuesta en Berlín.

Los fabricantes de sueños como Juanma permiten que en este planeta nuestro, donde la pesadilla de la injusticia atenaza las vidas de tantos, la esperanza, al fin, nunca se apague.

(Foto: Luis Echanove)
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(*) Para los que no le conozcáis: A Juanma 'le gusta la montaña, el olor de los cuadernos recién estrenados, cocinar guisos caseros y hacer cosquillas a su hijo Bruno y su hija Candela. Nació en Madrid, pero su casa es blanca con las ventanas azules y está en Menorca, junto al mar, donde ha vivido los últimos cuatro años. Ahora vive en Bruselas' (Nota Biográfica de Editorial de Papel)

(**)Echad un vistazo a este video y alucinad:
http://www.blip.tv/file/3723791

domingo, 29 de agosto de 2010

Tiempo desatado

Libre, desatado…al menos durante el transcurrir de esta sintonía en la radio. Lucho por volar en el lapso mínimo que tarda un cigarrillo en ser ceniza. Pero algo me detiene: las caladas, en un milagro, se hacen más pausadas, las notas de la canción más ligeras.

La noche pierde el tiempo.

(Dibujo de Ignacio Huerga)

sábado, 14 de agosto de 2010

Incorrección festiva

Desde el estricto punto de vista de lo politicamente correcto (que, como es bien sabido, es la forma de ética oficial que rige las sociedades postmodernas) la prohibición de los toros en Cataluña se ha quedado muy corta. Si el maltratado animal justifica realmente la medida, debería hacerse extensiva al resto de España, e implicar sanciones penales para los maltratadores: toreros, picadores, banderilleros, monosabios y hasta mulilleros(porque las mulas también sufren lo suyo cargando a la bestia muerta) deberían ingresar en el trullo. Los pasodobles y coplillas taurinas merecen ser también perseguidos, por apología del terrorismo bovino. Además, por supuesto, deberían erradicarse todas las fiestas populares con animales.

Muchas otras celebraciones tradicionales, apliando la legislación vigente y los principios de lo politicamente aceptable, merecerían ser desterradas de nuestra sociedad con igual celo.

El Misterio de Elche es un buen ejemplo. Para empezar, implica trabajo infantil, puesto que la mayor parte de los papeles son ejecutados por niños, cuyas vidas son puestas en riesgo al hacerles descender sobre una pequeña plataforma desde la cúpula de la iglesia. Además, contraviene la ley de igualdad, dado que las niñas están excluidas de participar en la representación. Hasta el papel de Virgen María queda reservado a un varoncito. Por otra parte, las medidas legales sobre seguridad en elevadores y ascensores son incumplidas sistemáticamente, ya que la plataforma en cuestión se hace bajar a mano mediante un arcaico sistema de poleas. Finalmente, el guión de este auto sacramental es manifiestamente antisemita: en el momento cumbre del Misterio, la Virgen María petrifica con sus poderes mágicos a a los judíos por abyectos e infieles.

El butefumeiro compostelano contraviene de forma clara la legislación sobre contaminación por humos en espacios cerrados. Las racistas fiestas de Moros y Cristianos, en las que los musulmanes siempre resultan perdedores, sólo deberían ser autorizadas si al menos en una de cada dos ocasiones los pobres moros resultasen vencedores, para balancear un poco. El disfraz de chulo, en la verbena de la Paloma, requiere de un inmediato cambio de nombre, dado que el proxenetismo, en nuestro país, es ilegal.

La celebración de Las Fallas supone un evidente delito de estragos y daños a la propiedad, además de fomentar la piromanía. Las procesiones de empalados en La Vera promocionan la tortura. En la Feria de Abril, los Carnavales de Tenerife y tantas y tantas verbenas populares se vulneran sistemáticamente los derechos de propiedad intelectual de los autores de las piezas musicales bailadas y tarareadas por los asistentes, en manifiesto incumplimiento de las directivas europeas sobre el asunto. Los castillos humanos catalanes ponen en juego la vida del menor que culmina la torre, en evidente contradicción con la carta Universal de los Derechos del Niño.

Para simplificar las cosas, bastaría pues con prohibir toda forma de cultura popular para así modernizar definitivamente nuestra sociedad. Los poderes públicos deberían fomentar, únicamente, formas de entretenimiento compatibles con lo politicamente correcto, tales como la televisión (incluidos los programas de cotilleo y el cine violento), los deportes (por ejemplo, el boxeo), los casinos y las máquinas tragaperras.

(Foto: 'Fiesta de Moros y Cristianos en Elche'. Ezequiel Sánchez)

Alma de chocolate

En la España del siglo XVIII el acceso al Cielo (o al infierno) de los muertos quedaba al albur del precio del chocolate.

Fundada en 1728 por Xavier Maria de Munibe, antepasado lejano de quien esto escribe, la Compañía Guipuzcoana de Caracas fue una de las primeras sociedades anónimas creadas en España. Dedicada principalmente al comercio de cacao, con ella el capitalismo moderno comenzó a dar sus iniciales y balbucientes pasos en nuestro país.

Lastimosamente, el elemento más característico de la estructura de propiedad de esta sociedad no ha pervivido en la organización empresarial moderna: Los principales accionistas de la Compañía Guipuzcoana de Caracas eran las ánimas del purgatorio. Cuando el precio del cacao subía, los infelices muertos condenados a permanecer en esa anodina antesala del Cielo obtenían jugosos dividendos. Dado que resultaba imposible la distribución efectiva del capital entre tan inusual accionariado, las ganancias eran destinadas a la celebración de misas en su favor. A mayor número de misas en pro de las almas del purgatorio, más rápido obtenían éstas el perdón de sus pecadillos y, por consiguiente, más próximas se hayaban a la redención completa y al disfrute del Paraíso.

No estoy muy seguro de cómo se redistribuían las pérdidas si el precio del cacao caía. Tal vez se celebraban misas negras dedicadas a las ánimas, para así aproximarlas al infierno.

Muy diferente hubiera resultado el mundo empresarial de hoy si tan elegante práctica se hubiese mantenido. Así, en lugar de forrase Botín o Florentino Perez, los ganadores de un resultado bursátil favorable serían siempre las inocentes almas de los fallecidos. El ladrillazo, la corrupción y la especulación, a fin de cuentas, habrían tenido resultados inocuos en la distribución de la riqueza, en lugar de permitirles a unos pocos forrarse a costa de la mayoría.

(Foto: Luis Echanove)

miércoles, 11 de agosto de 2010

El bisabuelo

Mis hijos dicen que Regino, su bisabuelo, les habla en español antiguo, y no les falta razón. Su modo de conjugar el tiempo condicional (‘dirie’, comerie’….) procede directamente del mozárabe.

Nació en los Yébenes, en los montes de Toledo, y allí ha vivido siempre. En su infancia Regino aprendió las primeras letras en la escuela local y también fue pastor. Su padre, tratante de ganado, leía a diario el periódico y poseía una memoria colosal.

Regino fue niño soldado: con diecisiete años se enroló, a la fuerza, en el bando republicano. Combatió en Jaen y fue el único superviviente de su unidad en una atroz batalla en Sierra Morena. Capturado por el enemigo, le tocó luchar del lado los alzados. Una hernia le permitió librarse unos meses de los fragores del frente y convalecer friendo pescadillas en un convento de monjas en Andalucía. Las religiosas acumulaban allí jamones y quesos a mansalva, mientras el pueblo moría de hambre. De ahí le viene su anticlericalismo visceral. Sostiene Regino que los conventos siguen hoy en día atesorando riquezas inmensas, que las religiosas mantienen en secreto, al calor de la clausura.

Acabada la guerra participó en el desfile de la Victoria. Después, destinado en la vigilancia del presidio de Jaén, todas las noches escuchaba como la guardia civil fusilaba contra el paredón carcelario decenas de presos del bando perdedor, a razón de una docena al día, durante tres meses. Desmovilizado al fin, tras cuatro años de servicio militar, regresó a Los Yébenes. Sus padres, que le habían dado por muerto, lo recibieron con un lacónico saludo, sin besos ni abrazos, al más recio estilo manchego. Fue luego secuestrado por el maquis, pero la condición de preso del franquismo de su padre le salvó de una muerte segura.

Se casó y tuvo tres hijas. En los años sesenta, con tesón introdujo el cultivo extensivo del almendro en la comarca de los montes de Toledo. Sus vecinos, al comienzo, recelaban. Pero al cabo de los años los almendrales terminaron por reemplazar al trigo. El cambio trajo prosperidad al pueblo y le valió la condición de Hijo Predilecto de Los Yébenes.

No es fácil encajar el pensamiento político del bisabuelo en ninguna de las ideologías al uso. Regino piensa que habría que expropiar las grandes empresas y que sólo los pequeños productores pueden sacar adelante a un país. Cree que la riqueza está injustamente repartida, pero el comunismo le resulta aberrante. No le gusta la Iglesia. Por eso, no acude a misa ni en los funerales. Recela del gobierno socialista.

Hasta los ochenta y tantos años Regino recorría los campos en su vespino. Crió ovejas y cabras, pero hoy sólo conserva las gallinas. Con ochenta y nueve años goza de una salud de acero, y su mente brillante razona con completa agilidad. Sigue cuidando su huerto con primor, injertando frutales y produciendo el milagro de recolectar manzanas crecidas en un peral.

A mis hijos les recita de corrillo coplillas y trabalenguas salidas de la noche de los tiempos. Duerme con la radio encendida, en invierno nunca se quita la zamarra en casa (pese al calor de la calefacción), y practica una dieta inusual, que incluye comer pan con sandía. Sentencioso, en una sóla frase es capaz de condensar sus opiniones, siempre fundadas en una reflexión profunda de la experiencia de la vida.

Cuando ve a sus bisnietos, los ojillos pequeños de Regino brillan con una luz indescriptible.

(Foto: Luis Echanove)

viernes, 9 de julio de 2010

Surrealismo de cartón piedra


Ojeo el último número de Babelia, el suplemento cultural de El País. Los que vivimos fuera leemos los periódicos de España como quien repasa unos apuntes en el último momento antes de un examen: para creerte que te has enterado de algo, para sentirte parte de un mundillo que, supuestamente, es esencial conocer, aunque sabes que ya es tarde.

Leo, leo las dos docenas de hojas, sin orden ni concierto, saltando de los titulares a párrafos dispersos. Y descubro así que en el siglo XVIII en la corte de Madrid las damiselas masticaban jarras de barro para adquirir palidez (a fuer de provocarse anemias); y aprendo también que cierto artista muy moderno y muy famoso ha compuesto un CD utilizando sonidos diversos del ciclo vital de un cerdo; y que se va a publicar, en lujosa edición de encuadernación de seda y papel acartonado el célebre libro rojo de Jung, que nadie entiende pero que provoca, en quien contempla demasiado tiempo los detallados dibujos acuarelados del psiquiatra austríaco, un pavor insondable por las puertas. Y me entero, finalmente, de que Ezra Paund era un capullo, o a lo mejor estaba loco, o quizás era un genio, o puede que las tres cosas, en su caso, significasen lo mismo -eso, el articulista, no logra aclararlo.

Leo Babelia para cerciorarme de que todo lo que ignoro. Leo Babelia buscando, inútilmente, que algún periodista intrépido aparque la pose.

la extensión, entiendo, es enemiga de la profundidad. Y este mundo de hoy es muy extenso, demasiado extenso.

la próxima vez, para guiarme en la jungla cotidiana, en lugar de leer Babelia, trazaré yo mismo un mapa preciso, un mapa de una isla pequeña, poco extensa, y muy profunda.

(Foto: Aránzazu Echánove)

martes, 6 de julio de 2010

Palabra perdida

Hay en español un vocablo cuyo uso hemos perdido en el habla cotidiana y, sin la cual, somos incapaces de dar nombre al tipo de población donde muchos habitamos: la palabra 'villa'.

Hoy en día, en España solo hablamos de ciudades, pueblos y aldeas. Estos términos se utilizan de una forma muy vaga. Por ejemplo, decimos que Soria es una ciudad pero solemos llamar pueblo a Talavera de la Reina, aunque la primera apenas tenga 25,000 habitantes y la segunda 75,000. De modo más o menos general, de forma inconsistente, en el habla coloquial llamamos ciudades a todas las capitales de provincia y, de entre las demás poblaciones, sólo a aquellas que son realmente muy grandes (digamos, con mas de 100,000 habitantes), como por ejemplo Vigo, Gijón o Cartagena. Para todas las demás poblaciones, especialmente si son cabeceras de municipio, usamos el término 'pueblo', no importa que cuente con varias decenas de miles de pobladores o con apenas media docena de vecinos (como tantos y tantos 'pueblos' de Castilla-León). El termino aldea lo utilizamos, normalmente, sólo para entidades muy pequeñas y que además carecen de ayuntamiento.

En casi todos los demás idiomas europeos, se emplea siempre un término para designar a esa categoría intermedia entre lo que en castellano designamos como ciudad y lo que denominamos pueblo. Así, en inglés, se habla de 'cities' (ciudades), 'villages' (pueblos) y 'hamlets' (aldeas), pero además se hace uso constante del muy práctico 'town' para referirse a ciudades pequeñas o pueblos grandes.

Toda la vida, el término en castellano para esa categoría intermedia ha sido el de 'villa'. Cayó en desuso hace un par de siglos y desde entonces no hemos sido capaces de reemplazarlo por uno mejor. El modo de hablar, como es bien sabido, condiciona la forma de pensar. Por eso, en la mentalidad española existe una artificiosa división mental tajante entre lo rural (pueblos) y lo urbano (ciudades) que, en la realidad no existe en absoluto. Una cifra enorme de españoles viven en lugares para los que el termino pueblo se queda pequeño y el de ciudad parece demasiado grande. Entre la urbe industrial y cosmopolita y el típico pueblo agrícola hay todo un abanico de poblaciones intermedias, cuyos habitantes, posiblemente, no se sienten cómodos en calificar como pueblos, peor tampoco como ciudades.

Mas práctico seria que llamásemos pueblos a las entidades cuya población se cuenta en cientos o en miles, villas a aquellas cuyo vecindario alcanza unas decenas de miles de personas y ciudades a las entidades con cientos de miles de moradores. No sólo nos aclararíamos más en nuestras conversaciones diarias. Además, comprenderíamos mejor que la radical dicotomía pueblo/ciudad solo existe en nuestra imaginación.


(Foto: Ignacio Huerga)

Leyendas vascas (y 2)

Hablábamos aquí, hace un par de entradillas, sobre la visión distorsionada de la lengua vasca que se tiene frecuentemente en el resto de España. Pero, para hacer honor a la verdad, las percepciones deformadas sobre el euskera son igualmente frecuentes en el propio País Vasco. La primera, y tal vez la mas peligrosa de tales distorsiones, es ese permanente ejercicio por parte del nacionalismo vasco de monopolizar el euskera, como si los idiomas, en si mismos, fueran patrimonio de una u otra corriente ideológica. Muchos vascos aman su lengua y la usan a diario y no son nacionalistas. Es imprescindible, para una cabal comprensión de la sociedad vasca, entender que identidad lingüística y opinión política no son sinónimos.

Otra gran leyenda del nacionalismo vasco con respecto al euskera es la de la supuesta perentoria necesidad de 'revasquizar' las zonas del territorio autonómico donde la lengua no se habla (Álava, las Bardenas…). Es dudoso que en la Rioja alavesa, por ejemplo, se haya hablado euskera alguna vez en los últimos mil años. Reintroducir el vasco allí resulta tan anacrónico como recuperar el mozárabe en Toledo, pongamos por caso. En el País Vasco, como en tantas otras partes del mundo, las fronteras administrativas y las lingüísticas, sencillamente, no coinciden. Potenciar el euskera en las zonas donde se sigue hablando es no solo recomendable, sino necesario. Pero relanzarlo donde ya no se habla es un simple ejercicio de fantasía lingüística.

Otro lugar común que merece ser aclarado es el asunto de la supuesta persecución del euskera durante el franquismo. Sé que entro aquí en aguas polémicas y espero pues no ser mal interpretado.

Se suele atribuir al adusto dictador ferrolano toda la responsabilidad en el declive del uso del vasco, cuando lo cierto es que la lengua venía perdiendo terreno desde mucho tiempo atrás. Si a alguien hay que atribuir la principal carga en el decaimiento del euskera es a las propias élites vascas. Hasta mediados del siglo XIX, nueve de cada diez vizcaínos y guipuzcoanos hablaban vasco; muchos, de hecho, no conocían ningún otro idioma. Con la industrialización y el afloramiento de una nueva burguesía urbanita, bien posicionada en Madrid, la venerable lengua comenzó a decaer. Hablar vasco ya no era 'elegante', sino más bien propio de 'aldeanos'. El español pasó a ser, para las elites vascas, la lengua de los negocios, el idioma del futuro, en tanto el vasco se asimilaba con el pasado rural a superar.

Durante el franquismo, esa tendencia no hizo sino acelerarse. Por una parte, la lengua perdió el régimen de oficialidad que había gozado durante la Segunda Republica. Así mismo, el uso del euskera comenzó a dotarse de una connotación política evidente. Los vasco-parlantes (especialmente si se trataba de intelectuales) eran de algún modo percibidos por el régimen como potenciales desafectos al sistema, debido al papel jugado por el nacionalismo vasco durante la contienda civil. Así pues, el ambiente político y social de la dictadura era sin duda altamente desfavorable al idioma. Pero la situación que acabamos de describir no es exactamente la misma que la de una persecución. Hablar vasco no era un delito; el idioma, aunque jamás apoyado por el sistema educativo de la dictadura, nunca dejó de enseñarse (aunque minoritariamente); las misas se seguían dando en euskera; la mayor parte de la gente, en las áreas euskaldunes, continuó utilizando el idioma en su vida cotidiana. De hecho, el porcentaje de vasco-parlantes respecto al total de la sociedad vasca apenas disminuyó durante los 40 años de la dictadura. Obvio es decir que la situación estaba lejos de ser ideal para los vasco-parlantes, pero el termino 'persecución' es, sencillamente, exagerado.

Si en verdad respetamos el vasco, comencemos por ser fieles a la verdad de su historia.